Responsables de la ctual crisis española.
ESPAÑA, AÑO CERO
Fábula del gato de Felipe González
Por Luis Sepúlveda, escritor, autor de (junto a Daniel Mordzinski) Últimas noticias del Sur, Espasa, Barcelona, 2012.
La
crisis afecta a los españoles con toda su furia devastadora. Pero el PP
y el PSOE son incapaces de explicar a los ciudadanos qué ha pasado. La
función de un Gobierno es hacer el relato de la sociedad, con sus
contradicciones y problemas, pero este relato no existe en España porque
desde la muerte de Franco en 1975 y el inicio de la Transición, los
responsables políticos han hecho de la pereza intelectual una marca de
identidad. El gran escritor chileno, residente en España, Luis
Sepúlveda, nos propone su propio relato de la ascensión y caída de una
ilusión económica.
La
literatura sirve para explicar la complejidad del universo, porque el
relato tiene como punto de partida un lugar y un momento determinado. La
crisis me afecta de una manera directa, muchos de mis amigos españoles
la padecen con toda su furia devastadora, sienten que el futuro no puede
ser más incierto y contemplan atónitos como la normalidad de un país
europeo se desmorona cada día entre la deriva de dos Gobiernos, del
Partido Popular y del PSOE, incapaces de hacer una exposición que
permita a los ciudadanos entender qué diablos pasó, qué está pasando y,
lo peor, qué demonios pasará mañana. Se supone que la función de
cualquier Gobierno es mantener actualizado el relato de la sociedad, con
todas sus contradicciones y problemas, pero este necesario relato no
existe en España, no ha existido nunca, porque desde la muerte de Franco
y el inicio de la transición a la democracia, los responsables de la
conducción política del país hicieron de la pereza intelectual una marca
de identidad. No había para qué pensar en un modelo de país viable y,
si se revisan como yo lo he hecho, las intervenciones en el Parlamento o
los discursos de las campañas electorales, no se encontrará ni una sola
frase memorable que apuntara a eso que se llama idea de país y
sociedad.
El
único estadista español que intentó trazar el relato de la sociedad
española fue Azaña. No hubo ni hay otro, porque la gran carencia de
España es la falta de una burguesía ilustrada, esa misma que genera la
figura del Hombre o la Mujer de Estado.
La
única frase destacable es la cita que Felipe González hizo de un
proverbio chino: “no importa si el gato es blanco o negro; lo que
importa es que cace ratones”. Y a partir de esa frase, que se impuso
aplicada a todas las situaciones sociales, económicas, culturales y
políticas, intentaré hacer un relato que me permita entender qué diablos
pasó, qué demonios está pasando, y por qué está pasando. Como ciudadano
europeo necesito un relato para entender este presente de pesadilla,
que me ayude a encontrar la puerta de salida y no dejar que me atrape
como el maldito retrato de Dorian Gray.
Hacía
bastante frío en Madrid la mañana del 4 de febrero de 1988, pero las
bajas temperaturas se sentían en la calle y no así en la bien atemperada
sala del Palacio de Congresos. Más de mil empresarios convocados por la
APD, Asociación para el Progreso de la Dirección, esperaban las
palabras animadoras de Carlos Solchaga, ministro de Economía y Hacienda
del gobierno socialista de Felipe González.
Y
el ministro habló: “España es el país donde se puede ganar más dinero a
corto plazo de Europa y quizá del mundo. No sólo lo digo yo: es lo que
dicen los asesores y expertos bursátiles”.
El
aplauso hizo subir la temperatura a niveles tropicales. El PSOE hablaba
claro y contundente; España era un país en donde sólo los imbéciles no
podían ser ricos, o vivir convencidos de que eran ricos. Cualquier
consideración sobre las reglas fundamentales de la economía, sobre ética
o solidaridad social, sobre la idea socialdemócrata del bienestar o
acerca de una eventual posición de izquierda respecto de la génesis de
la riqueza, podía ser considerada un escollo salvable, insignificante,
intrascendente en el camino hacia una sociedad cuya única seña de
identidad sería la riqueza, y además a corto plazo.
¿Y
cómo un país puede caer en la trampa de la fortuna súbita? La crisis
global tiene ya muchas explicaciones dadas por economistas que obvian lo
fundamental: que el sistema capitalista en su conjunto ha fallado, pero
en el caso específico de España las razones han de buscarse en una
transición del Estado dictatorial nacional-católico a un Estado
democrático, cuya máxima fue el borrón y cuenta nueva.
En
España todas las discusiones fueron postergadas o relegadas a un plano
intrascendente en aras de la incorporación al conjunto de naciones
democráticas europeas. Así, la experiencia democrática republicana fue
ignorada, aún al precio de quedar sin referente histórico, y primó un
modo de ser basado, más que en el deseo de ser rabiosamente occidentales
en la Guerra Fría con la incorporación en la OTAN, en la maldición
cultural española llamada “La Picaresca”. El gato, fuera cual fuese su
color, tenía que cazar ratones.
Puede
resultar simpático que un canalla le coma las uvas a un pobre ciego,
pero cuando esa picaresca se convierte en fórmula para aceptar el día a
día, a todos los niveles y, peor aún, para gobernar, los resultados
permanecen, inmutables, porque lo que se hace mal siempre está presente
para recordarnos justamente lo que hicimos mal.
Algo
que se hizo muy mal en España, y se insiste en ello, fue una perversión
del vocabulario para alejarlo de la realidad. No es casual que el
terrorismo de Estado practicado en la lucha contra ETA en los años 1980
fuera llamado política antiterrorista, ni que la palabra crisis fuera
remplazada por “desaceleración del crecimiento”, o que el rescate de la
banca privada sea presentado como “préstamo de óptimas condiciones”.
Desde el primer día de la Transición el eufemismo se impuso como parte
fundamental del discurso político.
Tres
años antes de la caída del muro de Berlín, del final del llamado
socialismo real de los países del Este de Europa, y del establecimiento
fallido del primer “nuevo orden internacional”, España ingresaba a la
Unión Europea, y la palabra globalización fue entendida como una suerte
de algarabía, sin una sola reflexión acerca del cómo integrar al Estado
español en este nuevo statu quo, de prever la manera de ser
parte del fenómeno globalizante de la economía. Así, con la certeza de
pertenecer por ósmosis a la parte rica de la humanidad, la clase
política española en su conjunto, los economistas españoles casi sin
excepción, no hicieron el menor análisis sobre las consecuencias del
hecho que es genéricamente el primer paso hacia la actual crisis.
Cuando
las economías más fuertes del mundo decidieron que los países menos
desarrollados debían ser un gran mercado en expansión, a condición de
que compitieran con los productos del Primer Mundo, ningún profeta al
estilo de Carlos Solchaga se detuvo a pensar que, por muy injustas y
maniqueas que fueran las condiciones impuestas a los países del Tercer
Mundo para competir, estas generarían una dinámica imparable: los pobres
empezarían a vender cada día más a los ricos, a competir con las
industrias del primer mundo.
Los
países pobres empezaron a crecer a un ritmo sorprendente y pasaron a
llamarse economías emergentes. Esto, que muy bien podía haber quedado
como una ética y justa reparación por siglos de saqueos, no quedó ajeno a
las minorías dueñas de la mayor parte de la riqueza de las potencias
industriales, e impusieron a los Estados una visión económica por sobre
las consideraciones políticas. Decididos a participar de la nueva
riqueza que se genera en los países emergentes no vacilaron en
sacrificar a sus propias industrias nacionales. Las deslocalizaciones de
fábricas y entramado productivo, los chantajes del tipo “o no pago
impuestos o me voy”, como el caso de la sueca Volvo, obligaron a los
países del Primer Mundo a tomar medidas restrictivas y el Estado de
Bienestar empezó a mostrar las primeras fisuras de un desmantelamiento
al parecer imparable.
Y
cabe preguntarse si era ésta una nueva forma de actuar de los dueños de
la riqueza. No. No era una novedad en el comportamiento del
capitalismo. Quien mejor supo definir esta actitud mucho antes de que la
globalización entrara en el vocabulario de la economía y de la
política, fue el presidente de una lejana nación sudamericana, Salvador
Allende, que en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las
Naciones Unidas el cuatro de diciembre de mil novecientos setenta y dos,
dijo: “Estamos ante un verdadero conflicto frontal entre las grandes
corporaciones y los Estados. Estos aparecen interferidos en sus
decisiones fundamentales –políticas, económicas y militares– por
organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que en la
suma de sus actividades no responden ni están fiscalizadas por ningún
Parlamento, por ninguna institución representativa del interés
colectivo. En una palabra, es toda la estructura política del mundo la
que está siendo socavada”.
El
Mercado comenzó a actuar como una dictadura y, la política, ese viejo
arte de lo posible, pasó a ser una competencia para ver quienes
gestionan mejor los intereses, en ningún caso de los países, sino del
Mercado.
Pero
todo esto fue voluntariamente ignorado por los políticos españoles, el
“desprecio lo que ignoro” tan característico del pícaro, los llevó al
inmovilismo absoluto en términos de cómo afrontar los primeros síntomas
de la crisis.
No
hay político español que dude al afirmar que el turismo es la primera o
segunda industria española, ninguno se atreve a reconocer que está
sujeto a contingencias ajenas a la voluntad del hombre y, que lo que
genera, además del enriquecimiento de los dueños de los establecimientos
turísticos, es un complejo de inferioridad que daña a las sociedades
que viven del turismo. No es lo mismo ser habitante de un país puntero
en innovación tecnológica que de un país de camareros, cocineros y
recepcionistas.
La
incorporación de España, junto a Grecia y Portugal, a la Unión Europea
significó, además de abandonar el aislacionismo y la autarquía, recibir,
ya sea como Fondos de Cohesión o de Ayuda al Desarrollo, más dinero
del que el Plan Marshall puso en toda la Europa de posguerra. Durante el
periodo 2007-2013, España continúa recibiendo fondos por un importe de
3.250 millones de euros y, a pesar que durante los ocho años del
aznarismo la consigna de “España va bien” fue un dogma, y que en el
Gobierno de Rodríguez Zapatero se aseguraba que la economía española
superaba a la italiana, se acercaba a la francesa y el sistema
financiero español era el mejor del mundo, España no ha puesto ni un
euro para los diez países incorporados a la UE en 2004.
Este
último detalle debió alertar a los dirigentes de toda Europa sobre la
sostenibilidad de la economía española, pero no ocurrió así porque los
mercados habían descubierto, de la misma manera como sucedió en Estados
Unidos, un negocio mucho más rentable que la modernización del sistema
productivo español: la especulación inmobiliaria y la concesión
ilimitada de préstamos hipotecarios.
A
ningún político o economista español le preocupó que en los últimos
cinco años anteriores a la crisis surgida a partir de la quiebra del
banco Lehman Brothers, las economías emergentes como China, la India y
Brasil crecieran a un ritmo desenfrenado. No les afectaba, los empeños
por ser competitivas de las pocas empresas españolas capaces de incidir
en la economía global les resultaban indiferentes en contraste con las
ganancias a corto plazo que aseguraba la construcción, el ladrillo.
La
corrupción irrumpió en la vida política española como la esencia misma
de la picaresca: yo te financio los gastos electorales y tú me
recalificas el suelo de tu ayuntamiento declarándolo urbanizable. Así,
se dieron esperpentos como una ciudad fantasma llamada Seseña, más de
13.500 pisos levantados en un secarral, sin agua, ni electricidad ni
infraestructuras urbanas, construidos gracias a la generosidad de bancos
que, antes de conceder los primeros créditos a un analfabeto pero
pícaro llamado Paco el Pocero –pocero es el desatascador de
alcantarillas, alguien que vive de los excrementos– elevaron
artificialmente el precio del suelo y en consecuencia el valor de los
pisos que ni siquiera existían en los planos.
El
ejemplo de Seseña se repitió a lo largo y ancho del territorio español.
Y naturalmente que la construcción, que el ladrillo, daba empleo. El ex
presidente Rodríguez Zapatero, en una de sus más esperpénticas
declaraciones, aseguró que entre 2006 y 2008 en España se habían creado
más puestos de trabajo que en Francia, Italia y Alemania juntas, pero
ocultando que los salarios eran la tercera parte de los que ganaban los
trabajadores de Italia, Francia y Alemania. El país iba bien, muy bien.
El mito de la “Marca España” se consolidaba como un dogma más.
El
modelo productivo dependiente de la construcción como eje central no
sólo corrompió la vida política, sino también la cultural y social. La
educación fue un derecho al que cientos de miles de jóvenes renunciaron
voluntariamente. El ladrillo, la construcción, los esperaba con los
brazos abiertos. ¿Por qué esforzarse cinco o más años para ser médico o
ingeniero si depositando sus tres primeros sueldos en un banco o caja de
ahorros les concederían un préstamo hipotecario a 30 ó 40 años, y
podrían comprar de inmediato un piso, un coche, un televisor de alta
definición y el iPhone de última generación?
Nunca
un país vio una deserción escolar tan grande en tan poco tiempo. Nunca
un país sacrificó su futuro de una manera tan entusiasta bajo la
consigna del “compra dos”.
La
fiebre del ladrillo y la corrupción generalizada llevó a construir
aeropuertos en los que jamás ha aterrizado un avión, líneas de tren de
alta velocidad a los que no sube ningún pasajero, circuitos de Fórmula 1
en medio de ciudades, palacios de la cultura faraónicos en los que hoy
anidan los pájaros. Y entre todo eso, los bancos ofrecían los balances
más favorables de la historia. El gato cazaba ratones.
España
iba bien, las proféticas palabras de Solchaga se cumplían, España era
el mejor país del mundo para ganar dinero a corto plazo. Y todo gracias a
un recurso natural inagotable que cada día subía de valor: el suelo.
La
cultura empresarial de un país se mide en la diversidad de su
producción. El ladrillo se encargó de asesinar ese axioma, y las
pequeñas y medianas empresas dedicaron sus líneas productivas casi
enteramente al boom de la construcción.
Tal
vez la mayor prueba de incapacidad intelectual de los dirigentes
políticos españoles, consistió y consiste en no entender que el
necesario relato de la sociedad debe ceñirse a las reglas dramatúrgicas
aristotélicas; tiene, en progresión, un planteamiento, un clímax y un
desenlace. Esto, en buen castellano puede traducirse en no creer que el
futuro es una repetición del presente, y en economía se trata de
entender que los ciclos tienen, indefectiblemente, un final. España es
un país católico y lo que cabía esperar era que sus dirigentes dieran
una pequeña mirada a los tiempos bíblicos, y así habrían descubierto que
el casto José interpretó el sueño del faraón con las vacas gordas que
se convertían en vacas flacas, como la premonición del fin de un ciclo
económico.
Cuando empezó el boom de
la construcción todos los dirigentes políticos y sindicales de España
sabían que estaban sentados sobre un barril de pólvora, pero, salvo las
voces tímidas de Izquierda Unida advirtiendo del peligro, nadie se
atrevía a poner el cascabel al gato. El gato tenía que seguir cazando
ratones, aunque estos no existieran.
Dice
Bertolt Brecht en un poema, que de la misma manera como los pueblos
deben cambiar a los dirigentes que no sirven, a veces los dirigentes
deben cambiar de pueblo. Claro que es una afirmación cínica, pero es lo
que deben haber sentido en el PSOE al conocer los resultados de las dos
últimas elecciones, autonómicas y municipales primero, y luego
generales, el año pasado. Los primeros pasos para enfrentar la crisis
que dio el Gobierno de Rodríguez Zapatero –luego de negar su existencia
porque los ideólogos del libre mercado le habían convencido de que la
economía española era invulnerable– significaron el abandono de
cualquier pretensión de izquierda o socialdemócrata en la política de un
gobierno socialista. No se hizo un sólo análisis coherente de cara a la
sociedad para explicar lo que ocurría, para que el ciudadano entendiera
por qué los bancos dejaban de conceder préstamos, por qué las pequeñas y
medianas empresas caían, arrastradas por un efecto dominó y el paro
crecía día a día, minuto a minuto. Y la derecha, el Partido Popular,
además de hacer la oposición más irresponsable que se haya visto en un
país democrático, torpedeaba los tímidos intentos del Gobierno por hacer
una política que salvara la situación. Sólo que la situación no estaba
representada por la creciente ansiedad y desamparo de los ciudadanos,
sino por una jamás explicada necesidad de “recuperar la confianza de los
mercados”, que se tradujo en entregar dinero del erario público a los
bancos que, tal como ocurrió en Estados Unidos, tenían sus cajas llenas
de activos tóxicos.
Los
últimos meses del Gobierno del PSOE tuvieron el sello de la comedia
lentamente transformada en tragedia. De una parte el Gobierno recortaba
sueldos, entregaba más dinero público a los bancos, y de la otra parte,
personajes como el actual ministro de Hacienda y Administraciones
Públicas, Cristóbal Montoro, no vacilaban en declarar públicamente:
dejemos que España caiga, ya la levantaremos nosotros. Tampoco lo hacía
mejor Luis de Guindos, hoy ministro de Economía y Competitividad. Fue el
hombre de Lehman Brothers en España y Portugal, alguien que consciente y
sabedor de las investigaciones realizadas por la Reserva Federal de
Estados Unidos, que acusaban a las agencias de calificación
norteamericanas de haber falseado la situación del banco que luego
quebró y arrastró a todo el sistema financiero, no advirtió al Gobierno
español de los alcances del aluvión que se dejaba caer.
Así,
mientras el Gobierno socialista recortaba prestaciones bajo el
eufemismo de “necesarios ajustes” o “deberes impuestos por Bruselas” y
entregaba dinero a los bancos, el paro crecía de los dos a los tres
millones, a los cuatro, hasta superar los más de cinco millones de
desempleados que hoy tiene España. Al amparo de las sombras, con
nocturnidad y alevosía, se cambió la Constitución para fijar unas metas
de déficit imposibles de cumplir a rajatabla sin agregar otra crisis a
la económica; la social, la de la pobreza que campeaba sobre el suelo
español, ese suelo que no valía tanto como habían determinado los
tasadores bancarios.
En
las elecciones, la falta de relato para entender lo que ocurría, llevó a
los ciudadanos a la más nefasta de las preguntas: ¿Queremos ser
ciudadanos o consumidores? Y gran parte de la sociedad se decidió por lo
último y otorgó una aplastante mayoría absoluta a la derecha.
¿Y
el gato? ¿Había dejado de cazar ratones? Una nueva despensa se abrió
para la voracidad del gato. España sacó a la venta su deuda pública. Con
el dinero recibido por el Gobierno, los bancos, en lugar de mantener
las líneas de crédito que hubieran sido la salvación de muchas pequeñas y
medianas empresas, o de revisar los créditos hipotecarios y no pasar
violentamente al embargo de las propiedades de los que no podían seguir
pagando, se dedicaron a comprar deuda pública al 3, 4 y 5% de interés.
La especulación contó con la inapreciable ayuda del Estado, con el
dinero público. ¿Cómo afectó la crisis al sistema financiero español?
Simplemente dejó de ganar tanto, pero en ningún caso dejó de ganar.
Según
las reglas económicas de la UE, son los Estados los que avalan la
seriedad, sostenibilidad y salud de sus sistemas financieros, de la
economía privada. Esta perversión del capitalismo permite que las
ganancias se mantengan a beneficio de los especuladores, pero cuando hay
problemas o situaciones de riesgo, ahí está el Estado, el dinero
público para sacar las castañas del fuego.
Las
arcas fiscales se agotaron a pocos meses del fin del Gobierno
socialista, el gato seguía con hambre de ratones, y entonces intervino
el Banco Central Europeo concediendo préstamos al 1% de interés, y sin
la menor investigación sobre el estado real de salud de los bancos
españoles que los recibían. Y el gato siguió engordando: con ese dinero
conseguido al 1% de interés, con el aval del Estado, se dedicaron a
comprar más deuda pública española, al 4, 5, 6 y 7% de interés. Sí.
España seguía siendo el mejor país de Europa y del mundo para ganar
dinero a corto plazo.
En
el país de los eufemismos, al asco frente a la corrupción se llama
“desafección de la política”. Mientras el país se hundía en la ciénaga
del desempleo, los ejecutivos y directores de los bancos y Cajas de
Ahorros preparaban sus retiros auto otorgándose indemnizaciones
millonarias ante la impavidez de la mal llamada “clase política”. Una
clase social defiende sus intereses como tal, y la clase política
española al servicio del mercado defiende los intereses de los
especuladores. Pero hay excepciones, y de la misma manera como Roma no
premia traidores, el mercado sí premia a quienes han demostrado
fidelidad. No es casual que el ex presidente José María Aznar sea asesor
“ético” del imperio Murdoch, asesor externo de la multinacional
energética Endesa, que el ex presidente Felipe González sea consejero
independiente de Gas Natural-Fenosa, o que la ex ministra socialista
Elena Salgado haya fichado también por Endesa, como consejera de la
filial chilena Chilectra, impulsora de los peores crímenes medio
ambientales en la Patagonia. Formidable el gato, nunca deja de cazar
ratones.
En
España, al contrario de lo que ocurre en otras latitudes, tenemos
pánico del amanecer, porque la aurora nos trae nuevas sombras y cada vez
más espesas. El Gobierno del Partido Popular, fiel a lo que es Mariano
Rajoy, un registrador de la propiedad, un burócrata decimonónico de los
que usaban manguitos de felpa negra para proteger la inmaculada blancura
de sus camisas, amparado en la mayoría absoluta se ha convertido en una
suerte de emisario de lo que dictan los mercados para aumentar la
precariedad de los ciudadanos transformados en consumidores en
desgracia. Cada amanecer somos despertados por un nuevo zarpazo del gato
que insiste en cazar ratones, aunque tengan forma humana. Recortes a la
educación, recortes sanitarios, más despidos presentados como
“ajustes”, y silencio absoluto frente a los nuevos escándalos de
corrupción, robo, estafa, cometidos por instituciones como Bankia, un
banco que, tras presentarse como la institución financiera más sólida,
hoy amenaza con hacer estallar todo el sistema financiero.
Bankia
nace de la fusión y consiguiente desnaturalización de un conjunto de
Cajas de Ahorros. El afán de ser “competitivos” en el mercado elimina la
función social de las antiguas cajas, los primeros resultados son muy
optimistas, esperanzadores para quienes han invertido en acciones, pero
en muy poco tiempo algo inexplicable hasta ahora ocurre, el balón se
desinfla y Bankia recibe una inyección de dinero público de 23.500
millones de euros, más que todo el presupuesto de infraestructuras del
Estado español.
Supongo
que todos hemos visto la imagen de un banquero saltando al vacío
durante el crash económico de 1929, pero en España, banqueros como el ex
ministro de Aznar Rodrigo Rato, ex funcionario del FMI y ex
presidenciable no considerado por el dedo de Aznar que prefirió indicar a
Mariano Rajoy como sucesor, no salta por ninguna ventana de La
Castellana. No con un sueldo de 2.184.000 euros.
Así,
todo intento de hacer un relato sobre qué diablos pasó, qué demonios
pasa y qué va a ocurrir mañana, empieza y termina con el llamado a la
corrupción, al abandono de la ética que pronunciara Carlos Solchaga y
que refrendara la alusión al gato de color indefinido citado por Felipe
González.
Karl
Marx escribió que el capitalismo tenía el germen de su propia
destrucción. El filósofo de barbas blancas pensaba en Inglaterra, pero
si hoy estuviera sentado bajo el sol en una playa de Marbella y con el
gato que caza ratones en sus piernas, tal vez descubriría que el
capitalismo clásico, sustentado en la explotación generadora de
plusvalía, lejos de auto destruirse se ha metamorfoseado en el rostro
invisible del mercado, en el cuerpo inasible del mercado, en la
voracidad inimaginable del mercado. Y tal vez con su iPhone llamaría a
su colega Friedrich Engels. Juntos, en bermudas y bajo el sol de
Marbella escribirían: “un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del
mundo en que queremos vivir, el fantasma posible de la sociedad posible
en que deseamos participar”.
Pero mientras ese fantasma no empiece su andar, el maldito gato seguirá cazando ratones.
Publicado en el periódico Le Monde.
Puerto de la Cruz a 26 de junio de 2015
Miguel Ariza Cabello
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