Vicen navarro13 mar 2015
Catedrático
de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y ex Catedrático de Economía
Aplicada. Universidad de Barcelona
La
gran mayoría de la población española no ha oído ni leído prácticamente nada
sobre el llamado Tratado de Libre Comercio entre EEUU y la Unión Europea. Y lo
poco que habrá leído u oído le habrá parecido que es un tema que debería
favorecerse, pues un tratado con este título seguro que aumentará el comercio
entre los dos lados del Atlántico Norte, y con ello la actividad económica y la
creación de empleo. Los mayores medios de información y persuasión, en manos de
grandes grupos financieros y empresariales, o bajo el control de opciones
políticas próximas a estos intereses, seguro que proveerán las cajas de
resonancia para que el lector, el oyente y el televidente de tales medios saque
esta percepción de dicho tratado.
Y
ahí está el problema, pues tal tratado afectará a la gran mayoría de la
población en términos desfavorables a sus estándares de vida y al nivel de
protección social que ha adquirido, protección que se debilitará
considerablemente con la aplicación de ese tratado. Y la causa de que ello
ocurra así y no de otra manera es consecuencia del enorme poder que los grandes
conglomerados económicos y financieros tienen sobre el Estado federal de EEUU y
sobre los Estados miembros de la Unión Europea. Y existe evidencia muy robusta
de que ello será así. Solo basta mirar otros tratados semejantes para ver quién
se ha beneficiado de ellos y quién ha salido perjudicado.
La experiencia de otros tratados de libre comercio
Hace
algo más de un mes, el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz escribió un
artículo en el New York Times (31.01.15), significativamente titulado
“No negocien con nuestra salud” (“Don’t Trade Away our Health”), en el que
detallaba cómo la industria farmacéutica, una de las más poderosas en EEUU (y
en Europa), estaba, en realidad, escribiendo las reglas del nuevo Tratado de
Libre Comercio de la Asociación Trans-Pacífico (Trans-Pacific Partnership,
TPP), que regula el intercambio internacional de fármacos en los países del
Pacífico. El objetivo de dicha industria es crear sistemas de propiedad
monopolística (que entran en conflicto, por cierto, con el libre comercio) que
imposibiliten medidas que rompan con tal monopolio. Y la manera de conseguirlo
es dar a la industria el poder para definir el precio de los productos
farmacéuticos mediante el establecimiento de patentes, por un lado, e
imposibilitando el desarrollo, venta y distribución de productos genéricos, no
sujetos a patentes, por otro. Tener una patente quiere decir que la industria
que ha producido el fármaco patentado tiene pleno control de la producción y
distribución del producto durante un largo periodo de tiempo, lo cual le
permite pedir el precio que quiera por el fármaco. El caso más conocido es la
producción de la medicina que cura la Hepatitis C, cuyo precio en EEUU es nada
menos que de 84.000 dólares por paciente, mientras que en la India, una versión
genérica (no patentada) del fármaco se vende por menos de un 1% de ese precio.
De libre, tal comercio tiene muy poco
La
intención del Tratado de Libre Comercio, desde el punto de vista de la
industria farmacéutica, controlada por las grandes empresas estadounidenses y
europeas, es dificultar al máximo la introducción de los productos genéricos no
patentados. Y lo están consiguiendo. Como Stiglitz menciona, las normas del TPP
en el comercio de fármacos las están escribiendo las grandes empresas
farmacéuticas que, en la práctica, controlan la agencia federal de EEUU a cargo
de regular el comercio internacional de fármacos, las cuales utilizan la gran
influencia comercial y diplomática del gobierno federal de EEUU para aplicar
estas normas a los once países del área del Pacífico que forman parte del
tratado, donde la extensión de los genéricos ha alcanzado niveles alarmantes
para las grandes empresas. Un tanto semejante ocurre en el propio EEUU, donde
los genéricos, para muchos productos farmacéuticos, representan ya el 86% de
todas las ventas de fármacos, lo cual ha significado un ahorro para el gobierno
federal de nada menos que de 100.000 millones de dólares.
De
ahí la movilización de tales grandes empresas farmacéuticas para revertir este
proceso, utilizando como argumento la necesidad de aumentar el comercio,
cuando, en realidad, la aplicación de sus propuestas es precisamente lo opuesto
a lo que indican. Su exigencia a los Estados de permitirles un comportamiento
monopolístico se basa en la necesidad de recuperar el dinero supuestamente
invertido en el descubrimiento y producción del nuevo fármaco, argumento sobre
el que varias investigaciones académicas, creíbles y rigurosas, muestran su
gran falsedad, pues la mayoría de lo que definen como producción son, de hecho,
gastos de marketing y promoción. En realidad, gran parte del conocimiento
científico sobre el cual se producen los nuevos fármacos procede de
universidades y centros de investigación, como los famosos Institutos
Nacionales de Salud (National Institutes of Health), que son financiados
públicamente, lo cual explica que un número creciente de economistas, como Dean
Baker, Codirector del Center for Economic and Policy Research de Washington,
estén proponiendo el final de las patentes, asignando a las autoridades
públicas la tarea de producir tales fármacos, lo cual resultaría más económico
para los Estados, pues se librarían de tener que pagar unos precios tan altos.
Una
última observación. La única defensa que la ciudadanía tiene es hacer valer su
influencia sobre las instituciones democráticas que, al menos en teoría,
representan sus intereses, para exigir plena transparencia en la preparación de
esos tratados, rompiendo con una opacidad que intenta ocultar el maridaje y la
complicidad de los intereses particulares de lobbies económicos con las
agencias reguladoras públicas cautivas de tales intereses.
Puerto de la Cruz a 16 de marzo de 2015
Miguel Ariza Cabello
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